San Bruno, abad y fundador
Fecha: 6 de octubre
n.: c. 1030 - †: 1101 -
país: Italia
Canonización: pre-congregación
Hagiografía: «Vidas
de los santos de A. Butler», Herbert Thurston, SI
Elogio: San
Bruno, presbítero, el cual, oriundo de Colonia, ciudad de Lotaringia, enseñó
ciencias eclesiásticas en la Galia, aunque después, deseando llevar vida
solitaria, con algunos discípulos se instaló en el apartado valle de Cartuja,
en los Alpes, donde dio origen a una Orden que conjuga la soledad de los
eremitas con la vida común de los cenobitas. Llamado por el papa Urbano II a
Roma, para que le ayudase en las necesidades de la Iglesia, pasó los últimos
años de su vida como eremita en el cenobio de La Torre, en Calabria, en la
actual Italia.
Refieren a este santo: San
Hugo de Grenoble, Beato Lanuino, Beato Urbano II
Oración: Señor,
Dios nuestro, tú que llamaste a san Bruno para que te sirviera en la soledad,
concédenos, por su intercesión, que, en medio de las vicisitudes de este mundo,
vivamos entregados siempre a ti. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que
vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos
de los siglos. Amén (oración litúrgica).
El sabio y devoto cardenal
Bona, hablando de los monjes cartujos, cuya orden fue fundada por san Bruno,
los llama «el gran milagro del mundo: viven en el mundo como si estuviesen
fuera de él; son ángeles en la tierra, como Juan Bautista en el desierto, y
constituyen el mayor ornamento de la Iglesia; se elevan al cielo como águilas,
y su instituto religioso está por encima de todos los otros». El fundador de
esa orden extraordinaria había nacido en el seno de una familia distinguida,
hacia el año 1030, en Colonia. Partió de su ciudad natal cuando era todavía
joven, para proseguir sus estudios en la escuela catedralicia de Reims. Cuando
volvió a Colonia, recibió la ordenación sacerdotal y se le confirió una canonjía
en la colegiata de San Cuniberto (aunque es posible que haya gozado de la
canonjía desde antes de partir a Reims). El año 1056, fue invitado a enseñar
gramática y teología en su antigua escuela. El hecho de que haya sido escogido
para puestos tan importantes cuando no tenía sino veintisiete años, demuestra
que era un hombre extraordinario, pero no revela los caminos que Dios le tenía
reservados para convertirse en lumbrera de la Iglesia. Bruno se ocupó de
enseñar «a los clérigos más avanzados y versados en las ciencias, no a los
principiantes». Su principal empeño consistía en llevar a sus discípulos a Dios
y en enseñarles a respetar y amar la ley divina. Muchos de ellos llegaron a ser
eminentes filósofos y teólogos, honraron a su maestro con sus talentos y
habilidades y extendieron su fama hasta los más apartados rincones. Uno de
ellos, Eudes de Chátillon, que ciñó la tiara pontificia con el nombre de Urbano
II y fue beatificado.
San Bruno fue profesor en la
escuela de Reims donde mantuvo, durante dieciocho años, un alto nivel en los
estudios. Después, fue nombrado canciller de la diócesis por el arzobispo
Manasés, quien era un personaje absolutamente indigno de su alto cargo. Bruno
tuvo pronto ocasión de conocer la mala vida de su protector. El legado papal,
Hugo de Saint Dié, citó a juicio a Manasés ante el concilio de Autun, en 1076;
pero el arzobispo se negó a presentarse y fue suspendido en el ejercicio de sus
funciones. San Bruno, el preboste de la diócesis (llamado también Manasés) y un
canónigo de Reims, llamado Poncio, acusaron al arzobispo ante el concilio. La
actitud de san Bruno fue tan prudente y reservada, que impresionó al legado, el
cual, escribiendo al Papa, alabó la virtud y prudencia de nuestro santo. El
arzobispo de Reims, furioso contra los tres canónigos que le habían acusado,
mandó saquear y destruir sus casas y vendió sus beneficios eclesiásticos. Los
tres canónigos se refugiaron en el castillo de Ebles de Roucy; allí
permanecieron hasta que el arzobispo simoníaco, engañando a san Gregorio VII
(cosa que no era fácil), consiguió ser restituido al gobierno de su diócesis.
San Bruno se trasladó entonces a Colonia. Por aquel tiempo, había decidido ya
abandonar todo cargo eclesiástico, según lo había comunicado en una carta a
Rodolfo, preboste de Reims.
Durante una conversación que
habían tenido san Bruno, Rodolfo y otro canónigo en el jardín del castillo de
Ebles de Roucy, discutieron acerca de la vanidad y falsedad de las ambiciones
mundanas y de los goces de la vida eterna. Los tres habían quedado muy
impresionados por aquella conversación y habían prometido abandonar el mundo.
Sin embargo, difirieron la ejecución de sus planes hasta que el canónigo
volviese a Roma, a donde tenía que viajar. Pero éste no regresó, Rodolfo
flaqueó en su resolución y volvió a establecerse en Reims. Bruno fue el único
que perseveró en su propósito de abrazar la vida religiosa, a pesar de que todo
le sonreía, ya que poseía abundantes riquezas y gozaba de gran favor entre los
personajes de importancia. Si se hubiese quedado en el mundo, habría sido
pronto elegido arzobispo de Reims. En vez de ello, renunció a su beneficio
eclesiástico y a todas sus riquezas y convenció a algunos amigos para que se
retirasen con él a la soledad. Al principio se pusieron bajo la dirección de
san Roberto, abad de Molesmes (quien colaboró más tarde en la fundación del
Císter), y se establecieron en Séche-Fontaine, cerca de Molesmes. Durante su
estancia allí, Bruno, deseoso de mayor virtud y perfección, se puso a
reflexionar y a consultar con sus compañeros acerca de lo que debían hacer para
ello. Después de hacer mucha penitencia y oración para conocer la voluntad de
Dios, Bruno comprendió que el sitio no se prestaba para sus propósitos y acudió
a san Hugo, obispo de Grenoble, que era un hombre de Dios y podía ayudarle a
conocer su voluntad. Por otra parte, Bruno estaba al tanto de que en los
alrededores de Grenoble había muchos bosques solitarios en los que podría
encontrar la paz que deseaba. Seis de sus primeros compañeros partieron a
Grenoble con él; entre ellos se contaba Landuino, quien había de sucederle en
el gobierno de la Gran Cartuja.
Llegaron a Grenoble a
mediados de 1084. Inmediatamente se entrevistaron con san Hugo para pedirle que
les designase un sitio en el que pudiesen entregarse al servicio de Dios, lejos
del mundo y sosteniéndose del trabajo de sus manos. Hugo los recibió con los
brazos abiertos, ya que, según se cuenta, había visto antes en sueños a los
siete forasteros, en tanto que el mismo Dios construía una iglesia en el bosque
de Chartreuse, y siete estrellas brillaban en el cielo como para indicarle el
camino. El obispo de Grenoble abrazó fraternalmente a los peregrinos y les
designó el desierto de Chartreuse para que viviesen y les prometió toda la
ayuda que necesitasen para establecerse. Pero, a fin de mantenerlos alerta en
las dificultades y para que supiesen perfectamente a qué atenerse, les previno
que el sitio era de difícil acceso a causa de las abruptas montañas y de la
nieve que lo cubrían la mayor parte del año. San Bruno aceptó el ofrecimiento
con gran gozo, y san Hugo les concedió todos los derechos que poseía sobre ese
bosque y los puso en relación con el abad de Chaise-Dieu, en la Auvernia. Bruno
y sus compañeros empezaron por construir un oratorio y una serie de celdas a
cierta distancia unas de otras, exactamente como en las antiguas «lauras» de
Palestina. Tal fue el origen de la orden de los cartujos, que tomó su nombre
del desierto de Chartreuse.
San Hugo prohibió a las
mujeres el acceso al paraje en que se habían establecido Bruno y sus
compañeros, así como la caza, la pesca y la cría de ganado en la región. Al
principio, los monjes vivían por pares en las celdas, pero poco después cada
uno tuvo la suya propia, y sólo se reunían en la iglesia para el canto de los
maitines y las vísperas; el resto del oficio lo rezaban en privado. Unicamente
en las grandes fiestas comían dos veces al día; en esas ocasiones, se reunían
en el refectorio, pero de ordinario cada uno comía en su celda, como los ermitaños.
En todo reinaba la mayor pobreza; por ejemplo, el único objeto de plata que
había en la iglesia era el cáliz. El tiempo se repartía entre el trabajo y la
oración. Una de las principales ocupaciones de los monjes consistía en copiar
libros, con lo que se ganaban el sustento. La única dependencia verdaderamente
rica del monasterio era la biblioteca. La tierra era poco fértil y el clima muy
inclemente, de suerte que se prestaba poco para la siembra; en cambio, la cría
de ganado prosperaba. El beato Pedro el Venerable, abad de Cluny, escribía unos
veinticinco años después de la muerte de san Bruno: «Su vestido era más pobre
que el del resto de los monjes y tan corto y delgado que se estremecía uno al
verlo. Llevaban camisas de pelo sobre el cuerpo y ayunaban casi constantemente.
Sólo comían pan negro; jamás probaban la carne, ni siquiera cuando estaban
enfermos; nunca pescaban pero comían pescado cuando alguien se lo daba de
limosna ... Pasaban el tiempo en la oración, la lectura y el trabajo; su
principal labor consistía en copiar libros. Sólo celebraban la misa los
domingos y días de fiesta». Tal era la vida que llevaban, por más que no tenían
reglas escritas, pero se inspiraban en la regla de san Benito, en los puntos en
que ésta era compatible con la vida eremítica. San Bruno acostumbró a sus
discípulos a observar fielmente el modo de vida que les había prescrito. En
1127, el quinto prior de la Cartuja, llamado Guigues, puso por escrito los usos
y costumbres. Guigues hizo muchas modificaciones, y sus «Consuetudines» son hoy
todavía el libro esencial. Los cartujos constituyen la única de las órdenes
antiguas que nunca ha sido reformada y que no ha tenido necesidad de reforma,
gracias a su absoluto aislamiento del mundo y al celo que han puesto siempre
los superiores y visitadores en no abrir la puerta a las mitigaciones y
dispensas: «Cartusa nunquam reformata quia nunquam deformata». La Iglesia
considera la vida de los cartujos como el modelo perfecto del estado de
contemplación y penitencia. Sin embargo, cuando san Bruno se estableció en
Chartreuse, no tenía la menor intención de fundar una orden religiosa. Si sus
monjes se extendieron, seis años más tarde, por el Delfinado, ello se debió,
además de la voluntad de Dios, a una invitación que se les formuló, y lo menos
que puede decirse es que san Bruno no tenía el menor deseo de aceptar esa
invitación inesperada.
San Hugo concibió una
admiración tan grande por san Bruno, que le tomó por director espiritual. A
pesar de las dificultades del viaje desde Grenoble a la Cartuja, acostumbraba
ir allá de cuando en cuando para conversar con san Bruno y aprovechar en la
vida espiritual con su consejo y ejemplo. Pero la fama del fundador se extendió
más allá de Grenoble y llegó a oídos de su antiguo discípulo, Eudes de Chátillon,
quien, al ceñir la tiara pontificia, había tomado el nombre de Urbano II.
Cuando oyó hablar de la santa vida que llevaba su maestro y, convencido de que
era un hombre de ciencia y prudencia excepcionales, el Pontífice le mandó
llamar a Roma para que le ayudase con sus consejos en el gobierno de la
Iglesia. Difícilmente podía haberse presentado al santo una ocasión más amarga
de mostrar su obediencia y hacer un sacrificio muy costoso. A pesar de ello,
partió de la Cartuja a principios del año 1090, después de nombrar a Landuino
prior del monasterio. La partida de Bruno produjo una pena enorme a sus
discípulos, y varios de ellos abandonaron el monasterio. Los demás le siguieron
a Roma; pero Bruno los convenció de que volviesen a la Cartuja, de la que se
habían encargado durante su ausencia los monjes de Chaise-Dieu.
San Bruno obtuvo permiso
para establecerse en las ruinas de las termas de Diocleciano, de donde el Papa
podía llamarle fácilmente cuando lo necesitaba. Es imposible determinar con
certeza la importancia del papel de san Bruno en el gobierno de la Iglesia.
Algunas de las disposiciones que se le atribuían antiguamente, fueron en
realidad obra de su homónimo, san Bruno de Segni; pero está fuera de duda que
nuestro santo colaboró en la preparación de varios sínodos organizados por
Urbano II para reformar al clero. Por otra parte, el espíritu contemplativo del
fundador de la Cartuja le llevaba naturalmente a trabajar sin ruido. El Papa
intentó hacerle arzobispo de Reggio, pero el santo supo defenderse con tanta
habilidad y supo dar al Pontífice tales argumentos para que le dejase retornar
a la soledad, que Urbano II acabó por concederle permiso de retirarse a la
Calabria; sin embargo, no le dejó volver a la Cartuja para tenerle siempre a
mano. El conde Rogelio, hermano de Roberto Guiscardo, regaló al santo el
hermoso y fértil valle de La Torre, en la diócesis de Squillace. Allí se
estableció san Bruno con algunos discípulos que se había ganado en Roma.
Imposible describir el fervor y el gozo que el fundador de la Cartuja
experimentó al volver a la soledad. Escribió por entonces una carta muy
cariñosa a su amigo Rodolfo de Reims para invitarle a reunirse con él,
recordando amigablemente la promesa que le había hecho y describiéndole en
términos amables y entusiastas los gozos y deleites que él y sus compañeros
hallaban en ese género de vida. La carta demuestra ampliamente que san Bruno no
era un hombre melancólico y severo. La alegría, que corre siempre pareja con la
verdadera virtud, es particularmente necesaria a las almas que viven en la
soledad, ya que nada hay para ella tan pernicioso como la tristeza y la
tendencia exagerada a la introspección.
En 1099, Landuino, el prior
de la Cartuja, fue a Calabria a consultar con san Bruno ciertos puntos del
instituto que había fundado, pues los monjes no querían apartarse un ápice del
espíritu del fundador. Bruno les escribió entonces una carta llena de ternura y
de espiritualidad, donde les daba instrucciones acerca de la vida eremítica,
resolvía todas sus dificultades, les consolaba de lo que habían tenido que
sufrir y les alentaba a la perseverancia. En sus dos ermitas de Calabria,
llamadas Santa María y San Esteban, Bruno supo inspirar el espíritu de la
Cartuja. En la cuestión material, recibió generosa ayuda del conde Rogelio, con
quien llegó a unirle una estrecha amistad. El santo solía visitar al conde y su
familia en Mileto, con ocasión de algún bautismo u otra celebración familiar;
por su parte Rogelio acostumbraba ir a pasar algunas temporadas en La Torre.
Bruno y el conde murieron con tres meses de diferencia. En cierta ocasión en
que Rogelio había puesto sitio a Capua, se salvó de la traición de uno de sus
oficiales gracias a que san Bruno le previno en sueños. Cuando el conde
comprobó la traición, condenó a muerte al oficial, pero san Bruno obtuvo el
perdón para él.
A fines de septiembre de
1101, San Bruno contrajo su última enfermedad. Al sentir que se aproximaba la
muerte, mandó llamar a todos los monjes e hizo una confesión pública y una
profesión de fe. Sus discípulos se encargaron de transmitir a la posteridad
dicha profesión. El santo expiró el domingo 6 de octubre de 1101. Los monjes de
La Torre enviaron un relato de su muerte a las principales iglesias y
monasterios de Italia, Francia, Alemania, Inglaterra e Irlanda, pues era
entonces costumbre pedir oraciones por las almas de los que habían fallecido.
Ese documento, junto con los «elogia» escritos por los ciento setenta y ocho
que recibieron el relato de su muerte, es uno de los más completos y valiosos
que existen. San Bruno no ha sido nunca canonizado formalmente, pues los
cartujos rehuyen todas las manifestaciones públicas. Sin embargo, en 1514
obtuvieron del papa León X el permiso de celebrar la fiesta de su fundador, y
Clemente X la extendió a toda la Iglesia de Occidente en 1674. El santo es
particularmente popular en Calabria, y el culto que se le tributa refleja en
cierto modo el doble aspecto activo y contemplativo de su vida.
Aunque no existe ninguna
biografía propiamente dicha de san Bruno escrita por un contemporáneo, se
encuentran muchos datos sobre él en diversas fuentes. La Vita antiquior (Acta
Sanctorum, oct., vol. III) no fue ciertamente escrita antes del siglo XIII.
Pero basta leer la autobiografía de Guiberto de Nogent, la vida de san Hugo de
Grenoble escrita por Guigues y las crónicas y cartas de la época (entre las que
se cuentan dos del propio san Bruno), para obtener un vívido retrato del
fundador de la Cartuja. Dichos materiales han sido aprovechados para el
artículo de Acta Sanctorum y para el que le dedica Dom Le Couteulx en sus
Annales Ordinis Cartusiensis, vol. I. En el web cartujo (en el apartado
«textos» del menú de la izquierda) se encontrarán algunos textos de y sobre san
Bruno, incluyendo la profesión de fe y la carta a Rodolfo de Reims a las que
hace referencia el texto del Butler. Como interpretación y apropiación actual
del mensaje de san Bruno vale la pena leer la homilía de SS Benedicto XVI en la
Cartuja de Calabria del 10 de octubre de 2011.
Estas
biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una
fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia
completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor,
al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel)
y el siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_3645
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