MES DE SAN JOSÉ
DÍA 12
ORACIÓN INICIAL
Bienaventurado San José,
acudimos
en nuestra tribulación;
y,
después de invocar
el
auxilio de vuestra Santísima Esposa,
solicitamos
también
confiadamente
vuestro patrocinio.
Por aquella caridad que
con
la Inmaculada Virgen María,
Madre
de Dios, os tuvo unido,
y
por el paterno amor
con
que abrazasteis al Niño Jesús,
humildemente
os suplicamos
volváis
benigno los ojos
a
la herencia que
con
su Sangre adquirió Jesucristo,
y
con vuestro poder
y
auxilio socorráis nuestras necesidades.
Proteged, oh providentísimo
Custodio
de la Sagrada Familia,
la
escogida descendencia de Jesucristo;
apartad
de nosotros
toda
mancha de error y corrupción;
asistidnos
propicio, desde el Cielo,
fortísimo
libertador nuestro
en
esta lucha
con
el poder de las tinieblas;
y,
como en otro tiempo
librasteis al
Niño Jesús
del
inminente peligro de su vida,
así,
ahora, defended
la
Iglesia Santa de Dios
de
las asechanzas de sus enemigos
y
de toda adversidad,
y
a cada uno de nosotros
protegednos
con perpetuo patrocinio,
para
que, a ejemplo vuestro
y
sostenidos por vuestro auxilio,
podamos
santamente vivir
y
piadosamente morir
y
alcanzar en el Cielo
la
eterna felicidad. Amén.
DÍA 12 de marzo
La figura de San José en el Evangelio
La Iglesia entera reconoce en San José a su protector y patrono. A lo largo de los siglos se ha hablado de él, subrayando diversos aspectos de su vida, continuamente fiel a la misión que Dios le había confiado. Por eso, desde hace muchos años, me gusta invocarle con un título entrañable: Nuestro Padre y Señor.
San José es realmente Padre y Señor, que protege y acompaña en su camino terreno a quienes le veneran, como protegió y acompañó a Jesús mientras crecía y se hacía hombre. Tratándole se descubre que el Santo Patriarca es, además, Maestro de vida interior: porque nos enseña a conocer a Jesús, a convivir con El, a sabernos parte de la familia de Dios. San José nos da esas lecciones siendo, como fue, un hombre corriente, un padre de familia, un trabajador que se ganaba la vida con el esfuerzo de sus manos. Y ese hecho tiene también, para nosotros, un significado que es motivo de reflexión y de alegría.
Al celebrar hoy su fiesta, quiero evocar su figura, trayendo a la memoria lo que de él nos dice el Evangelio, para poder así descubrir mejor lo que, a través de la vida sencilla del Esposo de Santa María, nos transmite Dios.
Tanto San Mateo como San Lucas nos hablan de San José como de un varón que descendía de una estirpe ilustre: la de David y Salomón, reyes de Israel. Los detalles de esta ascendencia son históricamente algo confusos: no sabemos cuál de las dos genealogías, que traen los evangelistas, corresponde a María –Madre de Jesús según la carne– y cuál a San José, que era su padre según la ley judía. Ni sabemos si la ciudad natal de San José fue Belén, a donde se dirigió a empadronarse, o Nazaret, donde vivía y trabajaba.
Sabemos, en cambio, que no era una persona rica: era un trabajador, como millones de otros hombres en todo el mundo; ejercía el oficio fatigoso y humilde que Dios había escogido para sí, al tomar nuestra carne y al querer vivir treinta años como uno más entre nosotros.
La Sagrada Escritura dice que José era artesano. Varios Padres añaden que fue carpintero. San Justino, hablando de la vida de trabajo de Jesús, afirma que hacía arados y yugos (S. Justino, Dialogus cum Tryphone, 88, 2, 8 (PG 6, 687)); quizá, basándose en esas palabras, San Isidoro de Sevilla concluye que José era herrero. En todo caso, un obrero que trabajaba en servicio de sus conciudadanos, que tenía una habilidad manual, fruto de años de esfuerzo y de sudor.
De las narraciones evangélicas se desprende la gran personalidad humana de José: en ningún momento se nos aparece como un hombre apocado o asustado ante la vida; al contrario, sabe enfrentarse con los problemas, salir adelante en las situaciones difíciles, asumir con responsabilidad e iniciativa las tareas que se le encomiendan.
No estoy de acuerdo con la forma clásica de representar a San José como un hombre anciano, aunque se haya hecho con la buena intención de destacar la perpetua virginidad de María. Yo me lo imagino joven, fuerte, quizá con algunos años más que Nuestra Señora, pero en la plenitud de la edad y de la energía humana.
Para vivir la virtud de la castidad, no hay que esperar a ser viejo o a carecer de vigor. La pureza nace del amor y, para el amor limpio, no son obstáculos la robustez y la alegría de la juventud.
Joven era el corazón y el cuerpo de San José cuando contrajo matrimonio con María, cuando supo del misterio de su Maternidad divina, cuando vivió junto a Ella respetando la integridad que Dios quería legar al mundo, como una señal más de su venida entre las criaturas. Quien no sea capaz de entender un amor así, sabe muy poco de lo que es el verdadero amor, y desconoce por entero el sentido cristiano de la castidad.
Era José, decíamos, un artesano de Galilea, un hombre como tantos otros. Y ¿qué puede esperar de la vida un habitante de una aldea perdida, como era Nazaret? Sólo trabajo, todos los días, siempre con el mismo esfuerzo. Y, al acabar la jornada, una casa pobre y pequeña, para reponer las fuerzas y recomenzar al día siguiente la tarea.
Pero el nombre de José significa, en hebreo, Dios añadirá. Dios añade, a la vida santa de los que cumplen su voluntad, dimensiones insospechadas: lo importante, lo que da su valor a todo, lo divino.
Dios, a la vida humilde y santa de José, añadió –si se me permite hablar así– la vida de la Virgen María y la de Jesús, Señor Nuestro. Dios no se deja nunca ganar en generosidad. José podía hacer suyas las palabras que pronunció Santa María, su esposa: Quia fecit mihi magna qui potens est, ha hecho en mi cosas grandes Aquel que es todopoderoso, quia respexit humilitatem, porque se fijó en mi pequeñez (Lc I, 48-49) .
José era efectivamente un hombre corriente, en el que Dios se confió para obrar cosas grandes. Supo vivir, tal y como el Señor quería, todos y cada uno de los acontecimientos que compusieron su vida. Por eso, la Escritura Santa alaba a José, afirmando que era justo (Cfr. Mt I, 19) .
Y, en el lenguaje hebreo, justo quiere decir piadoso, servidor irreprochable de Dios, cumplidor de la voluntad divina (Cfr. Gen VII, 1; XVIII, 23-32; Ez XVIII, 5 ss; Prv XII, 10) ; otras veces significa bueno y caritativo con el prójimo (Cfr. Tob VII, 5; IX, 9). En una palabra, el justo es el que ama a Dios y demuestra ese amor, cumpliendo sus mandamientos y orientando toda su vida en servicio de sus hermanos, los demás hombres.
ORACIÓN FINAL
Oh custodio y padre de Vírgenes San José a cuya fiel custodia fueron encomendadas la misma inocencia de Cristo Jesús y la Virgen de las vírgenes María; por estas dos queridísimas prendas Jesús y María, te ruego y suplico me alcances, que preservado yo de toda impureza, sirva siempre castísimamente con alma limpia, corazón puro y cuerpo casto a Jesús y a María. Amén.
Jesús José y María
os
doy mi corazón y el alma mía
Jesús, José y María
asistidme
en mi última agonía.
Jesús, José y María
con
Vos descanse en paz el alma mía.
Oh
Dios que con inefable providencia te dignaste escoger al bienaventurado José
por Esposo de tu Madre Santísima; concédenos que, pues le veneramos como
protector en la tierra, merezcamos tenerle como protector en los cielos. Oh
Dios que vives y reinas en los siglos de los siglos. Amén.
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