MES DE SAN JOSÉ
DÍA 16
ORACIÓN INICIAL
Bienaventurado San José,
acudimos
en nuestra tribulación;
y,
después de invocar
el
auxilio de vuestra Santísima Esposa,
solicitamos
también
confiadamente
vuestro patrocinio.
Por aquella caridad que
con
la Inmaculada Virgen María,
Madre
de Dios, os tuvo unido,
y
por el paterno amor
con
que abrazasteis al Niño Jesús,
humildemente
os suplicamos
volváis
benigno los ojos
a
la herencia que
con
su Sangre adquirió Jesucristo,
y
con vuestro poder
y
auxilio socorráis nuestras necesidades.
Proteged, oh providentísimo
Custodio
de la Sagrada Familia,
la
escogida descendencia de Jesucristo;
apartad
de nosotros
toda
mancha de error y corrupción;
asistidnos
propicio, desde el Cielo,
fortísimo
libertador nuestro
en
esta lucha
con
el poder de las tinieblas;
y,
como en otro tiempo
librasteis al
Niño Jesús
del
inminente peligro de su vida,
así,
ahora, defended
la
Iglesia Santa de Dios
de
las asechanzas de sus enemigos
y
de toda adversidad,
y
a cada uno de nosotros
protegednos
con perpetuo patrocinio,
para
que, a ejemplo vuestro
y
sostenidos por vuestro auxilio,
podamos
santamente vivir
y
piadosamente morir
y
alcanzar en el Cielo
la
eterna felicidad. Amén.
DÍA 16 de marzo
El trato de José con Jesús
Desde hace tiempo me gusta recitar una conmovedora invocación a San José, que la Iglesia misma nos propone, entre las oraciones preparatorias de la misa: José, varón bienaventurado y feliz, al que fue concedido ver y oír al Dios, a quien muchos reyes quisieron ver y oír, y no oyeron ni vieron. Y no sólo verle y oírle, sino llevarlo en brazos, besarlo, vestirlo y custodiarlo: ruega por nosotros. Esta oración nos servirá para entrar en el última tema que voy a tocar hoy: el trato entrañable de José con Jesús.
Para San José, la vida de Jesús fue un continuo descubrimiento de la propia vocación. Recordábamos antes aquellos primeros años llenos de circunstancias en aparente contraste: glorificación y huida, majestuosidad de los Magos y pobreza del portal, canto de los Ángeles y silencio de los hombres.
Cuando llega el momento de presentar al Niño en el Templo, José, que lleva la ofrenda modesta de un par de tórtolas, ve cómo Simeón y Ana proclaman que Jesús es el Mesías. Su padre y su madre escuchaban con admiración (Lc II, 33) , dice San Lucas. Más tarde, cuando el Niño se queda en el Templo sin que María y José lo sepan, al encontrarlo de nuevo después de tres días de búsqueda, el mismo evangelista narra que se maravillaron (Lc II, 48) .
José se sorprende, José se admira. Dios le va revelando sus designios y él se esfuerza por entenderlos. Como toda alma que quiera seguir de cerca a Jesús, descubre en seguida que no es posible andar con paso cansino, que no cabe la rutina.
Porque Dios no se conforma con la estabilidad en un nivel conseguido, con el descanso en lo que ya se tiene. Dios exige continuamente más, y sus caminos no son nuestros humanos caminos. San José, como ningún hombre antes o después de él, ha aprendido de Jesús a estar atento para reconocer las maravillas de Dios, a tener el alma y el corazón abiertos.
Pero si José ha aprendido de Jesús a vivir de un modo divino, me atrevería a decir que, en lo humano, ha enseñado muchas cosas al Hijo de Dios. Hay algo que no me acaba de gustar en el título de padre putativo, con el que a veces se designa a José, porque tiene el peligro de hacer pensar que las relaciones entre José y Jesús eran frías y exteriores. Ciertamente nuestra fe nos dice que no era padre según la carne, pero no es ésa la única paternidad.
A José –leemos en un sermón de San Agustín– no sólo se le debe el nombre de padre, sino que se le debe más que a otro alguno. Y luego añade: ¿cómo era padre? Tanto más profundamente padre, cuanto más casta fue su paternidad. Algunos pensaban que era padre de Nuestro Señor Jesucristo, de la misma forma que son padres los demás, que engendran según la carne, y no sólo reciben a sus hijos como fruto de su afecto espiritual.
Por eso dice San Lucas: se pensaba que era padre de Jesús. ¿Por qué dice sólo se pensaba? Porque el pensamiento y el juicio humanos se refieren a lo que suele suceder entre los hombres. Y el Señor no nació del germen de José. Sin embargo, a la piedad y a la caridad de José, le nació un hijo de la Virgen María, que era Hijo de Dios (S. Agustín, Sermo 51, 20 (PL 38, 351)) .
José amó a Jesús como un padre ama a su hijo, le trató dándole todo lo mejor que tenía. José, cuidando de aquel Niño, como le había sido ordenado, hizo de Jesús un artesano: le transmitió su oficio. Por eso los vecinos de Nazaret hablarán de Jesús, llamándole indistintamente faber y fabri filius (Mc VI, 3; Mt XIII, 55) : artesano e hijo del artesano. Jesús trabajó en el taller de José y junto a José. ¿Cómo sería José, cómo habría obrado en él la gracia, para ser capaz de llevar a cabo la tarea de sacar adelante en lo humano al Hijo de Dios?
Porque Jesús debía parecerse a José: en el modo de trabajar, en rasgos de su carácter, en la manera de hablar. En el realismo de Jesús, en su espíritu de observación, en su modo de sentarse a la mesa y de partir el pan, en su gusto por exponer la doctrina de una manera concreta, tomando ejemplo de las cosas de la vida ordinaria, se refleja lo que ha sido la infancia y la juventud de Jesús y, por tanto, su trato con José.
No es posible desconocer la sublimidad del misterio. Ese Jesús que es hombre, que habla con el acento de una región determinada de Israel, que se parece a un artesano llamado José, ése es el Hijo de Dios. Y ¿quién puede enseñar algo a Dios? Pero es realmente hombre, y vive normalmente: primero como niño, luego como muchacho, que ayuda en el taller de José; finalmente como un hombre maduro, en la plenitud de su edad. Jesús crecía en sabiduría, en edad y en gracia delante de Dios y de los hombres (Lc II, 52).
José ha sido, en lo humano, maestro de Jesús; le ha tratado diariamente, con cariño delicado, y ha cuidado de El con abnegación alegre. ¿No será ésta una buena razón para que consideremos a este varón justo, a este Santo Patriarca en quien culmina la fe de la Antigua Alianza, como Maestro de vida interior? La vida interior no es otra cosa que el trato asiduo e íntimo con Cristo, para identificarnos con El. Y José sabrá decirnos muchas cosas sobre Jesús. Por eso, no dejéis nunca su devoción, ite ad Ioseph, como ha dicho la tradición cristiana con una frase tomada del Antiguo Testamento (Gen XLI, 55) .
Maestro de vida interior, trabajador empeñado en su tarea, servidor fiel de Dios en relación continua con Jesús: éste es José. Ite ad Ioseph. Con San José, el cristiano aprende lo que es ser de Dios y estar plenamente entre los hombres, santificando el mundo. Tratad a José y encontraréis a Jesús. Tratad a José y encontraréis a María, que llenó siempre de paz el amable taller de Nazaret.
ORACIÓN FINAL
Oh custodio y padre de Vírgenes San José a cuya fiel custodia fueron encomendadas la misma inocencia de Cristo Jesús y la Virgen de las vírgenes María; por estas dos queridísimas prendas Jesús y María, te ruego y suplico me alcances, que preservado yo de toda impureza, sirva siempre castísimamente con alma limpia, corazón puro y cuerpo casto a Jesús y a María. Amén.
Jesús José y María
os
doy mi corazón y el alma mía
Jesús, José y María
asistidme
en mi última agonía.
Jesús, José y María
con
Vos descanse en paz el alma mía.
Oh
Dios que con inefable providencia te dignaste escoger al bienaventurado José
por Esposo de tu Madre Santísima; concédenos que, pues le veneramos como
protector en la tierra, merezcamos tenerle como protector en los cielos. Oh
Dios que vives y reinas en los siglos de los siglos. Amén.
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