San Luis Gonzaga,
religioso
Fecha: 21 de junio
n.:
1568 - †: 1591 - país: Italia
Canonización: B:
Pablo V 1605 - C: Benedicto XIII 31 dic 1726
Hagiografía: «Vidas de los santos de A. Butler», Herbert
Thurston, SI
Elogio: Memoria
de san Luis Gonzaga, religioso, que, nacido de nobilísima estirpe y admirable
por su pureza, renunció a favor de su hermano el principado que le correspondía
e ingresó en Roma en la Orden de la Compañía de Jesús. Murió, apenas
adolescente, por haber asistido durante una grave epidemia a enfermos
contagiosos.
Patronazgos: patrono
de los jóvenes estudiantes; protector contra las enfermedades de los ojos, y la
peste.
Refieren a este santo: San
Carlos Borromeo, San Roberto Belarmino
Oración: Señor
Dios, dispensador de los dones celestiales, que has querido juntar en san Luis
Gonzaga una admirable inocencia de vida y un austero espíritu de penitencia,
concédenos, por su intercesión, que, si no hemos sabido imitarle en su vida
inocente, sigamos fielmente sus ejemplos en la penitencia. Por nuestro Señor
Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y
es Dios por los siglos de los siglos. Amén (oración litúrgica).
El patrón de la juventud
católica, san Luis Gonzaga, nació el 9 de marzo de 1568, en el castillo de
Castiglione delle Stivieri, en la Lombardía. Fue el hijo mayor de Ferrante,
marqués de Castiglione, y de su esposa Marta Tana Santena, dama de honor de la
reina de la corte de Felipe II de España, donde también el marqués ocupaba un
alto cargo. La gran ambición de Ferrante era la de que su hijo llegase a ser un
buen soldado y, en consecuencia, desde que el niño tenía cuatro años jugaba con
cañones y arcabuces en miniatura y, a los cinco, su padre lo llevó a
Casalmaggiore, donde unos tres mil soldados se ejercitaban en preparación para
la campaña de la expedición española contra Túnez. Durante su permanencia en
aquellos cuarteles, que se prolongó durante varios meses, el pequeño Luis se
divertía en grande al encabezar los desfiles y en marchar al frente del pelotón
con una pica al hombro; en cierta ocasión, mientras las tropas descansaban, se
las arregló para cargar una pieza de la artillería, sin que nadie lo
advirtiera, y dispararla, con la consiguiente alarma en el campamento. A fuerza
de encontrarse siempre rodeado por los soldados, aprendió varias de las
palabras soeces de su rudo vocabulario y, al regresar al castillo, las repetía
candidamente. Pero desde el momento en que su tutor lo reprendió, haciéndole
ver que aquel lenguaje no sólo era grosero y vulgar, sino blasfemo, Luis se
mostró sinceramente avergonzado y arrepentido; a decir verdad, durante toda su
vida no dejó de lamentarse por haber cometido lo que siempre consideró como un
gran pecado.
Apenas contaba siete años de
edad cuando experimentó lo que podría describirse mejor como un despertar
espiritual o un súbito desarrollo de sus facultades religiosas. Siempre había
dicho sus oraciones matinales y vespertinas, pero desde entonces y por
iniciativa propia, recitó a diario el oficio de Nuestra Señora, los siete
salmos penitenciales y otras devociones, siempre de rodillas y sin cojincillo.
Su propia entrega a Dios en su infancia fue tan completa y absoluta que, según
su director espiritual, san Roberto Bellarmino, y tres de sus confesores,
nunca, en toda su vida, cometió un pecado mortal. En 1577, Ferrante llevó
consigo a Luis y a su hermano Rodolfo a Florencia y ahí dejó a sus dos hijos,
al cargo de varios tutores, para que aprendiesen el latín y el idioma italiano
puro de la Toscana. Cualesquiera que hayan sido sus progresos en estas ciencias
seculares, no impidieron que Luis avanzara a grandes pasos por el camino de la
santidad y, desde entonces, solía llamar a Florencia «la escuela de la piedad».
Obligado por su rango a presentarse con frecuencia en la corte del gran ducado,
se encontró mezclado con aquellos seres que -según la descripción de un
historiador- «formaban una sociedad para el fraude, el vicio, y el crimen, el
veneno y la lujuria en su peor especie». Pero para un alma tan piadosa como la
de Luis, el único resultado de aquellos ejemplos funestos fue el de acrecentar
su celo por la virtud y la castidad. A fin de librarse de las tentaciones
posibles, se sometió a una disciplina rigurosísima, tal vez un remedo de la que
practicaban los padres del desierto, aunque nadie pueda imaginar que,
precisamente, esas mortificaciones eran las que deseaba imitar un niño de nueve
años. Se dice, por ejemplo, que hacía un esfuerzo para mantener baja la vista
siempre que estaba en presencia de una mujer y que a nadie, ni aun a los
criados que le atendían, les permitía ver siquiera su pie descubierto. Hacía
poco más de dos años que los jóvenes Gonzaga vivían en Florencia, cuando su
padre los trasladó a la corte del duque de Mantua, quien acababa de nombrar a
Ferrante gobernador de Montserrat. Esto ocurría en el mes de noviembre de 1579,
cuando Luis tenía once años y ocho meses. A pesar de que ya había recibido sus
investiduras de manos del emperador, mantenía la firme intención de renunciar a
sus derechos de sucesión sobre el marquesado de Castiglione en favor de su
hermano. Una dolorosa enfermedad renal que le atacó por aquel entonces, le
sirvió de pretexto para suspender sus apariciones en público y dedicar todo su
tiempo a la plegaria y la lectura de la colección de «Vidas de los santos»
hecha por Surius. Pasó la enfermedad, pero su salud quedó quebrantada por
trastornos digestivos tan frecuentes, que durante el resto de su vida tuvo
dificultades en asimilar los diarios alimentos. Otro de los libros que leyó en
aquel período de reclusión, sobre las experiencias de los misioneros jesuitas
en la India, le suscitó la idea de ingresar en la Compañía de Jesús a fin de
trabajar por la conversión de los herejes. Como primer paso en su futuro camino
de misionero, aprovechó las vacaciones veraniegas que pasaba en su casa de
Castiglione para enseñar el catecismo a los niños pobres del lugar. En
Casale-Monferrato, donde pasaba el invierno, se refugiaba durante horas enteras
en las iglesias de los capuchinos y los barnabitas; en privado comenzó a
practicar las mortificaciones de un monje: ayunaba tres días a la semana a pan
y agua, se azotaba con el látigo de su perro, se levantaba a mitad de la noche
para rezar de rodillas sobre las losas desnudas de una habitación en la que no
permitía que se encendiese fuego, por riguroso que fuera el tiempo. En 1581, se
dio a Ferrante la comisión de escoltar a la emperatriz María de Austria en su
viaje de Bohemia a España. La familia acompañó a Ferrante y, al llegar a
España, Luis y su hermano Rodolfo fueron designados pajes de Don Diego,
príncipe de Asturias. A pesar de que Luis, obligado por sus deberes, atendía al
joven infante y participaba en sus estudios, nunca omitió o disminuyó sus
devociones. Cumplía estrictamente con la hora diaria de meditación que se había
prescrito, no obstante que para llegar a concentrarse, necesitaba a veces
varias horas de preparación. Su seriedad, espiritualidad y circunspección,
extrañas en un adolescente de su edad, fueron motivo para que algunos de los
cortesanos comentaran que el joven marqués de Castiglione no parecía estar
hecho de carne y hueso como los demás.
Por aquella época, ya estaba
completamente resuelto a ingresar en la Compañía de Jesús. Primero, comunicó
sus proyectos a su madre, quien los aprobó en seguida, pero en cuanto ésta los
participó a su esposo, Ferrante montó en cólera a tal extremo, que amenazó con
ordenar que azotaran a su hijo hasta que recuperase el sentido común. A la
desilusión de ver frustrados sus sueños sobre la carrera militar de Luis, se
agregaba en la mente de Ferrante la sospecha de que la decisión de su hijo era
parte de un plan urdido por los cortesanos para obligarle a retirarse del juego
en el que había perdido grandes cantidades de dinero. De todas maneras,
Ferrante persistía en su negativa hasta que, por mediación de algunos de sus
amigos, accedió de mala gana a dar un consentimiento provisional. La temprana
muerte del infante Don Diego vino entonces a librar a los hermanos Gonzaga de
sus obligaciones cortesanas y, luego de una estancia de dos años en España,
regresaron a Italia en julio de 1584. Al llegar a Castiglione se reanudaron las
discusiones sobre el futuro de Luis y éste encontró obstáculos a su vocación,
no sólo en la tenaz negativa de su padre, sino en la oposición de la mayoría de
sus parientes, incluso el duque de Mantua. Acudieron a parlamentar eminentes
personajes eclesiásticos y laicos que recurrieron a las promesas y las amenazas
a fin de disuadir al muchacho; pero no lo consiguieron. Ferrante hizo los
preparativos para enviarle a visitar todas las cortes del norte de Italia y,
terminada esta gira, encomendó a Luis una serie de tareas importantes, con la
esperanza de despertar en él nuevas ambiciones que le hicieran olvidar sus
propósitos. Pero no hubo nada que pudiese doblegar la voluntad de Luis. Luego
de haber dado y retirado su consentimiento muchas veces, Ferrante capituló por
fin, al recibir el consentimiento imperial para la transferencia de los
derechos de sucesión a Rodolfo. Inmediatamente después, Luis partió hacia Roma
y, el 25 de noviembre de 1585, ingresó al noviciado en la casa de la Compañía
de Jesús, en Sant'Andrea. Acababa de cumplir los dieciocho años. Al tomar
posesión de su pequeña celda, exclamó espontáneamente: "Este es mi
descanso para siempre; aquí habitaré, pues así lo he deseado" (Salmo
131(132),14). Seis semanas después murió Don Ferrante: desde el momento en que
su hijo Luis abandonó el hogar para ingresar en la Compañía de Jesús, había
transformado completamente su manera de vivir.
No hay mucho más que decir
sobre san Luis durante los dos años siguientes, fuera de que, en todo momento,
dio pruebas de ser un novicio modelo. Al quedar bajo las reglas de la
disciplina, estaba obligado a participar en los recreos, a comer más y a
distraer su mente. Además, por motivo de su salud delicada, se le prohibió orar
o meditar fuera de las horas fijadas para ello; Luis obedeció, pero tuvo que
librar una recia lucha consigo mismo para resistir el impulso a fijar su mente
en las cosas celestiales. Pensaba que un aristócrata por nacimiento como él,
tendría que ser considerado ajeno a la humildad y, en consecuencia, suplicaba
que se le permitiera trabajar en la cocina, lavar los platos y ocuparse en las
tareas más serviles. Cierto día, hallándose en Milán, en el curso de sus
plegarias matutinas, le fue revelado que no le quedaba mucho tiempo por vivir.
Aquel anuncio le llenó de júbilo y apartó aún más su corazón de las cosas de
este mundo. Por consideración a su precaria salud, fue trasladado de Milán para
que completase en Roma sus estudios teológicos. Sólo Dios sabe de qué
artificios se valió para que le permitieran ocupar un cubículo estrecho y
oscuro, debajo de la escalera y con una claraboya en el techo, sin otros
muebles que un camastro, una silla y un estante para los libros. Durante esa
época, con frecuencia en las aulas y en el claustro se le veía arrobado en la
contemplación; algunas veces, en el comedor y durante el recreo caía en
éxtasis. Los atributos de Dios eran los temas de meditación favoritos del santo
y, al considerarlos, parecía impotente para dominar la alegría desbordante que
le embargaba.
En 1591, atacó con violencia
a la población de Roma una epidemia de fiebre. Los jesuitas, por su cuenta,
abrieron un hospital en el que todos los miembros de la orden, desde el padre
general hasta los hermanos legos, prestaban servicios personales. Luis desplegó
una actividad extraordinaria. Instruía, exhortaba y consolaba a los enfermos,
los lavaba, hacía sus camas y trabajaba con entusiasmo en el desempeño de las
tareas más repugnantes del hospital. Muchos de los padres cayeron víctimas del
mal, y Luis no fue la excepción. Pensó que iba a morir y, con grandes
manifestaciones de gozo (que más tarde lamentó por el escrúpulo de haber
confundido la alegría con la impaciencia), recibió el viático y la unción.
Contrariamente a todas las predicciones, se recuperó de aquella enfermedad,
pero quedó afectado por una fiebre intermitente que, en tres meses, le redujo a
un estado de gran debilidad. En todas las ocasiones que le fue posible, se
levantaba del lecho, por la noche, para adorar de hinojos al crucifijo, para
besar una tras otra, las imágenes sagradas que guardaba en su habitación y para
orar, hincado en el estrecho espacio entre la cama y la pared. Con mucha
humildad pero con tono ansioso, preguntaba a su confesor, san Roberto
Bellarmino, si creía que algún hombre pudiese volar directamente a la presencia
de Dios, sin pasar por el purgatorio. San Roberto le respondía afirmativamente
y, como conocía bien el alma de Luis, le alentaba a tener esperanzas de que se
le concediera esa gracia. En una de aquellas ocasiones, el joven cayó en un
arrobamiento que se prolongó durante toda la noche, y fue entonces cuando se le
reveló que habría de morir en la octava del Corpus Christi. Durante todos los
días siguientes, recitó el «Te Deum» como acción de gracias.
Algunas veces se le oía
gritar las palabras del salmo: «Me alegré porque me dijeron: ¡Iremos a la casa
del Señor!» (121(122),1). En una de esas ocasiones, agregó: «¡Ya vamos con
gusto, Señor, con mucho gusto!» Al octavo día parecía estar tan mejorado, que
el padre rector habló de enviarle a Frascati. Sin embargo, Luis afirmaba que
iba a morir antes de que despuntara el alba del día siguiente y recibió de
nuevo el viático. Al padre provincial, que llegó a visitarle, le dijo:
-¡Ya nos vamos, padre; ya
nos vamos . . . !
-¿A dónde, Luis?
-¡Al Cielo!
-¡Oigan a este joven!
-exclamó el provincial. Habla de ir al cielo como nosotros hablamos de ir a
Frascati.
Al caer la tarde, se
diagnóstico que el peligro de muerte no era inminente y se mandó a descansar a
todos los que le velaban, con excepción de dos. A instancias de Luis, el padre
Bellarmino rezó las oraciones para la muerte, antes de retirarse. El enfermo
quedó inmóvil en su lecho y sólo en ocasiones murmuraba: «En Tus manos,
Señor...» Entre las diez y las once de aquella noche se produjo un cambio en su
estado y fue evidente que el fin se acercaba. Con los ojos clavados en el
crucifijo y el nombre de Jesús en sus labios, expiró alrededor de la
medianoche, entre el 20 y el 21 de junio de 1591, al llegar a la edad de
veintitrés años y ocho meses. Los restos de San Luis Gonzaga se conservan
actualmente bajo el altar de Lancellotti, en la Iglesia de San Ignacio, en
Roma. Fue canonizado en 1726.
Consideramos necesario
confesar que las cartas de san Luis que se han conservado, no brindan una lectura
atractiva. Tal vez esto se deba, en parte, a la estricta censura a que estaba
sujeta la correspondencia de todos los jóvenes religiosos y también, en parte,
al despego de los vínculos familiares y hogareños que se inculcaba como una
virtud, pero el caso es que en las comunicaciones del santo con los suyos, aun
en las cartas a su madre, priva un extraño tono seco, frío y formal. Sin
embargo, en algunas de sus últimas cartas, escritas desde su lecho de muerte,
prácticamente hablando, aparece un tono definido y emocionado que nos hace
comprender hasta qué profundidad habían penetrado en él las verdades eternas
que formaban parte de su vida misma.
Los materiales para la
biografía de este santo son muy abundantes y enteramente dignos de confianza.
La biografía del padre Virgilio Cepari, contemporáneo y amigo de Luis, fue
escrita, por lo menos su primera parte, durante la vida del santo, a pesar de
que no fue impresa y publicada hasta el año de 1606, a causa de que la obra fue
sometida al examen de numerosos críticos, incluso san Roberto Bellarmino, que
habían conocido al santo y vivido con él durante largo tiempo. Desde la fecha
de su primera publicación, la obra de Cepari ha sido reimpresa en múltiples
ediciones y traducciones. Desde el punto de vista de la exactitud de todos los
detalles y la inclusión de pruebas y documentos, se recomienda la edición de la
biografía de Cepari preparada por el padre Frederick Schroeder en 1891, que
fue, sin duda, la fuente de información más digna de confianza. Las cartas y escritos
espirituales de san Luis fueron coleccionados por E. Rosa. F. Crispolti, en San
Luigi Gonzaga, Saggio (1924), reivindicó hábilmente al santo de las críticas y
acusaciones de Gioberti y otros. También debe hacerse notar que la forma
exagerada con que el santo evitó a las mujeres, hasta a su propia madre, con la
que nunca sostuvo una conversación téte-a-téte (las declaraciones de Cepari al
respecto fueron mal interpretadas a causa de una traducción errada),
constituían una actitud que, posiblemente adoptó Luis para imitar devotamente
lo que había leído sobre su patrono, san Luis de Anjou, en la obra de Surius
("nolebat sórores suas nec matrem propriam osculare. Omnino colloquis et
aspectus mulierum evitabat", no deseaba mirar ni a sus hermanas ni a su
madre, evitaba toda conversación y encuentro con mujeres.). Ver The Month,
agosto, 1924, pp. 158-160.
Estas
biografías de santo son propiedad de El Testigo Fiel. Incluso cuando figura una
fuente, esta ha sido tratada sólo como fuente, es decir que el sitio no copia
completa y servilmente nada, sino que siempre se corrige y adapta. Por favor,
al citar esta hagiografía, referirla con el nombre del sitio (El Testigo Fiel)
y el siguiente enlace: https://www.eltestigofiel.org/index.php?idu=sn_2086
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