La Casulla de San
Ildefonso
El 23 de enero celebramos
la festividad de San Ildefonso, patrón de la ciudad de Toledo. Considerado como
el obispo más importante que ha tenido y tendrá la ciudad, es recordado, entre
otras cosas, por el privilegiado regalo que recibió directamente de manos de la
Reina del Cielo. Aunque han pasado muchos años desde el milagroso suceso, los
toledanos lo recordamos con cariño y devoción.
Sucedió al amanecer del 18
de diciembre del año 666. Con anterioridad el X Concilio había designado aquel
día para recordar la Encarnación del Hijo de Dios, e Ildefonso hacía días que
se sentía intranquilo, como presintiendo que algo importante le iba a ocurrir.
Aquel día en concreto apenas había podido pegar ojo, y salió temprano de la casa
arzobispal para asistir a los maitines en el gran templo dedicado a María que
Recaredo había mandado edificar en el mismo lugar donde hoy se levanta la
imponente Catedral. Como el santo era tan bondadoso y querido siempre iba
acompañado de sus criados, capellanes y sacerdotes, a los que gustaba oír los
versos dedicados a la Inmaculada que el santo componía. Aquel día, con motivo
de la citada fiesta, acompañaban también al prelado el obispo Urbano y el
arcediano Evancio.
Representación de la
imposición de la casulla a San Ildefonso en la Puerta del Sol. Esta escena
puede verse en numerosos monumentos de la ciudad.
Iba el santo recitándoles
sus composiciones cuando llegaban a las inmediaciones del templo, y los pajes
se adelantaron para hacer los preparativos mientras Ildefonso quedaba ante la
puerta terminando su entonación junto al obispo visitante y el arcediano. Pero
ésta fue bruscamente interrumpida cuando sus ayudantes salieron despavoridos.
El motivo de su espanto no era otro que la visión de unas radiantes luces en el
interior de la iglesia que imaginaron fruto sobrehumano. Los sacerdotes y
capitulares que les seguían, al observar tan inesperada reacción, cobraron
también algún temor y no se atrevieron a cruzar la puerta.
Quedó solo Ildefonso con
sus dos acompañantes de honor, y sin miedo entraron para comprobar por sus
propios ojos lo que allí ocurría. Indecisos caminan hasta llegar al altar mayor
para comprobar por sus propios ojos lo que pasaba, pero no encontraron nada
fuera de lo normal. Allí, ante el Cristo Sacramentado, se arrodillan unos
instantes dispuestos a rezar, pero el gran prelado no era capaz de poner la
habitual concentración en sus fervorosos rezos. Volviendo la cabeza, al
sentirse observado, comprueba que en la silla episcopal que normalmente ocupaba
él estaba sentada una mujer que irradiaba un resplandeciente halo de gloria y
majestuosidad. Junto a ella millares de ángeles y coros de vírgenes entonaban
dulces y sonoros cánticos. Comprendiendo Ildefonso que esa mujer no es otra que
la Madre de Dios deja a sus dos invitados, se acerca cayendo de rodillas en el
suelo ante la Señora, y entre alborozado y absorto no acierta a pronunciar
palabra, pero con la mirada puede decir lo que sus labios no pueden, atados por
la admiración y el asombro.
Y la Madre de Dios, que
mirándole con una tierna sonrisa en los labios le comprendía, le hizo un gesto para
que se acercase. Ildefonso obedeció, hizo mil reverencias hasta llegar a sus
pies, y una vez allí se postró de rodillas en el suelo escondiendo su rostro
entre las manos, sin atreverse siquiera a levantar la mirada. No obstante puso
oído para ver qué tenía que decirle. Entonces comenzó la Reina a hablarle
dulcemente:
– He venido a visitarte
porque siempre te has ocupado en mis servicios y alabanzas, porque con gran fe
has defendido a capa y espada mi honra. Por todo ello quiero pagarte en esta
vida lo que te debo. Toma y goza de esta vestidura que te traigo de los tesoros
de mi Hijo, para que hagas uso de ella en tus sacrificios y te sirva de muestra
de lo que te está esperando en el Cielo cuando se haya cumplido tu misión en
esta vida terrenal.
Y mientras decía estas
palabras, con sus propias manos, le puso sobre los hombros una preciosísima
casulla cuyo bordado y tejido no había podido elaborar mano humana. Todo esto
lo hizo ayudada de sus ángeles, y ante la presencia privilegiada de unos pocos
testigos terrenales.
Vestido ya de la mano de
María, el arzobispo se levantó mientras se inclinaba reverencialmente en señal
de gratitud. Ella entonces sonrió, como aceptando la gratitud de su más fiel
siervo, y unida a sus acompañantes celestiales se desvaneció como la niebla en
el aire.
En ese momento regresaron
los acompañantes de Ildefonso. Los que habían huido del templo a duras penas
habían intuido lo sucedido desde la puerta, los más valientes que no huyeron se
atrevieron a acercarse hasta la verja del altar, mientras que el obispo Urbano
y el arcediano Evancio habían permanecido a escasos metros de la escena como
compañeros afortunados del dichoso prelado. Al ver que la iglesia había vuelto
a la normalidad y que habían desaparecido todas aquellas luces y resplandores
acudieron todos a reunirse con su obispo. Entran con él y el ambiente emana una
felicidad inimaginable. Todos abrazan al prelado dando gritos de alegría. Él
los recibe con amor, mostrándoles la casulla y llorando con ellos. Arrodillados
la besan y reverencian, pero por más que la miran y tocan no aciertan a
distinguir cuál es su tejido o color.
Las campanas de la iglesia
comenzaron a tañer alegremente sin que nadie las tocase. Al son de las campanas
despierta la vecindad. La noticia pasa de boca en boca, de barrio en barrio. Al
escuchar lo que ha ocurrido no hay quien no abandone su casa y se dirija hacia
el templo. Toda la población de Toledo se concentra en el templo en el día de
su mayor esplendor, acompañando al obispo que más gloria ha dado a la iglesia
toledana.
El éxtasis llega cuando
Ildefonso sale al altar mayor para decir la misa en honor de la Virgen vestido
con su inigualable prenda. Todos quieren ver, tocar y adorar la casulla que la
Señora regaló a su siervo predilecto, con efectos milagrosos. Los enfermos
sanaban, los tristes hallaban consuelo, los pobres desahogo…
Corrió por todo el reino
la noticia como reguero de pólvora, llegando en breve a oídos del Papa en Roma.
Éste, confundido por los rumores y pretendiendo evitar escándalos que
perjudicaran a la cristiandad, envió un legado para comprobar la veracidad de
los hechos. De inmediato el legado llega a Toledo, y debe encontrar prueba tan
grande y evidente que regresa a Roma solicitando al pontífice que nombre a
Ildefonso canónigo de la iglesia en la que la Madre de Dios puso sus divinos
pies. El Papa así lo concede, dando por auténtica la visita de la Virgen al
Prelado. El rey Recesvinto también apoyó la causa haciendo colocar una
inscripción sobre la piedra en la que la Señora se mostró a los hombres, piedra
que afortunadamente ha llegado hasta nuestros días.
La mañana del 23 de enero
del año 667 un toque fúnebre de campanas entristeció a Toledo. De Santa María
la Mayor partían graves sones que se extendían por toda la ciudad. Las
restantes iglesias se unieron de inmediato a su llamada llenando el valle de
afligidos sonidos metálicos.
El santo había muerto, y
la primera campanada se había fundido con su último suspiro.
Ildefonso había quedado
como dormido, con el rostro tranquilo y la apacible expresión de los que no
tienen nada que temer. El Cielo le había llamado y él no quería llegar tarde a
su cita con la Madre de Dios.
(Sobre relato de Cristóbal
Lozano)
Una segunda parte, no tan
conocida como la anterior, narra lo sucedido con Siagrio, el sucesor en la
cátedra toledana de San Ildefonso, que con gran ambición quiso heredar el
preciado regalo del santo. Lo vemos en palabras de Gonzalo de Berceo:
“De estar en la cátedra
que tú estás posado
a tu cuerpo señero es esto
condonado,
de vestir esta alba a ti
es otorgado,
otro que la vistiere non
será bien hallado. […]
Nombraron arzobispo a un
calonge lozano,
era muy soberbio y de seso
liviano,
quiso igualar al otro, fue
en ello villano,
por bien no se lo tuvo el
pueblo toledano.
Se sentó en la cátedra de su
antecesor,
demandó la casulla que le
dio el Criador,
dijo palabras locas el
torpe pecador,
pesaron a la Madre de Dios
Nuestro Señor.
Dijo unas palabras de muy
gran liviandad:
nunca fue Ildefonso de
mayor dignidad,
tan bien soy consagrado
como él por verdad,
todos somos iguales en la
humanidad.
Si no fuese Siagrio tan
adelante ido,
si hubiese su lengua un
poco retenido,
no sería en la ira del
Criador caído,
donde dudamos que es, mal
pecado, perdido.
Mandó a los ministros a su
casulla traer,
para entrar a la misa a la
confesión hacer;
mas no le fue sufrido ni
tuvo el poder,
que lo que Dios no quiere
nunca puede ser.
A pesar de lo amplia que
era la vestidura,
Ie resultó a Siagrio
angosta sin mesura:
tomóle la garganta como
cadena dura,
y pereció ahogado por su
gran locura.
La Virgen Gloriosa,
estrella de la mar,
sabe a sus amigos galardón
bueno dar:
si bien sabe a los buenos
el bien galardonar,
a los que la desirven los
sabe mal curar.
Amigos, a tal madre bien
servirla debemos:
si la servimos, nuestro
provecho buscaremos,
honraremos los cuerpos,
las almas salvaremos,
por servicio pequeño gran
galardón tendremos.”
Gonzalo de Berceo – “Milagros de Nuestra
Señora”
En la Catedral Primada de
Toledo, precisamente en la capilla que lleva el nombre de San Ildefonso, se
venera la piedra donde se supone pisó la Virgen durante este célebre milagro.
Esta piedra es muy venerada por los creyentes toledanos, que no podemos acudir
al templo sin tocarla. Junto a ella, una inscripción reza: “Cuando la Reina del
Cielo puso sus pies en el suelo en esta piedra los puso. De besarla tened uso
para vuestro consuelo. Tóquese la piedra diciendo con toda devoción: veneremos
este lugar en que puso sus pies la Santísima Virgen”.
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