LA CAPA DE SAN JOSÉ
El padre fray Antonio José
de Pastrana, definidor que fué en Lima de la orden de predicadores, refiere en
su curioso cronicón Vida y excelencias de San José—(impreso en Madrid por los
años de 1696) que en el Monasterio de las Descalzas conservaban las monjas,
entre otras reliquias, nada menos que la capa de San José, olvidando el
cronista consignar si era la capa que usaba el patriarca en los días de manejar
escoplo y martillo, ó la capa dominguera y de gala.
De suyo se adivina que la
bendita prenda fué muy milagrera y que hizo caldo gordo a conventuales y
capellán, con las limosnas y regalos de los agradecidos creyentes. Ya tendría
para rato si me echara á hablar de los cólicos misereres, zaratanes,
tabardillos y pulmonías curados sin auxilio de médico ni jaropes de botica.
Recuerdo, entre otros milagros sustanciosos y morrocotudos relatados por el
padre Pastrana, el que se realizó con una honrada paisana mía que anhelaba
tener fruto de bendición, y á la que bastó para alcanzar redondez de vientre
poner sobre éste la capa del santísimo carpintero.
No he cuidado de informarme,
que así soy yo de desidioso, si todavía se conserva la capa en el monasterio;
si bien tengo para mi que, de tanto traída y llevada, desde hace más de dos
siglos, estará ya convertida en hilachas. Lo que á mí me ha interesado
averiguar es el cómo y por qué vino á Lima la capa patriarcal.
Dicen que por los años de
1640 hubo en mi tierra una cuadrilla de ladrones que ejercitaban su industria
asaltando los monasterios de monjas donde era fama que, amagados como vivíamos
por piratas ingleses y holandeses, depositaban muchas familias alhajas valiosas
y hasta saquitos repletos de onzas de oro. Alabo la confianza.
Las Descalzas, cuyo
monasterio databa desde 1603, no pudieron dejar de ser también amenazadas de
asalto, y por turno riguroso cumplía á una monja la vigilancia nocturna del
claustro.
Cierta noche en que,
farolillo en mano, desempeñaba sus funciones de vigilancia una monjita de
almidonada y limpia toca sobre rostro de ángel, creyó ver un bulto que se
recataba tras de una pilastra, y alarmada dió la voz de:—¿Quién está ahí?...
—No se asuste, madrecita.
Soy yo, San José, que, como patrón de este convento, vengo á acompañarla en la
ronda.
La monjita era de hígados, y
á la vez que jesuseando daba voces de alarma, se abalanzó sobre el oficioso;
pero éste se evaporó dejándola la capa entre las manos.
Las conventuales todas se
pusieron en movimiento para descubrir por dónde habría podido escapar el
misterioso rondador, y todas convinieron, á la postre, en que el tal no podría
ser persona humana, sino celeste.
Desde ese día entró la capa
en la categoría de reliquia, y principió á menudear milagros.